(Fragmento del libro de Bruno Elías Maduro R., El Arte sin el Arte)

Autoretrato de Vicente Van Gogh. Cortesía.

Comienzo con una frase de Van Gogh, extraída de sus Cartas a Theo, fechada en enero de 1874: “La mayoría de los hombres no encuentran nada suficientemente bello.”  Al igual que el pintor, me he venido repitiendo lo mismo, ya no en forma de máxima sino en forma de pregunta; desde aquella vez que leí por primera vez las cartas a Theo, me he hecho los mismos cuestionamientos que se hizo este genio de la humanidad: Vicent Van Gogh. Empecé a leer las cartas a Theo cuando apenas cursaba el primer año de derecho en la universidad. Era apenas un muchacho. Un adolescente con la intención de meterse en esos líos universales en donde uno, si logra entrar, y muy rara vez sucede, tampoco encontrará fácilmente una salida. Me preguntaba ¿por qué un artista puede ver esa parte de la belleza, esa pequeña porción, ese lugar que los otros no alcanzan a percibir, eso en lo que otros no logran siquiera notar o encontrar el camino exacto para acceder a lo bello? ¿Qué hay de extraordinario en la percepción de un artista, en su percatación, en su sensibilidad?  ¿Qué hay de extraordinario en el alma del creador de arte, de tal forma que, desde su fuerza interior nada común, algo portentoso lo impulsa, lo eleva, lo traslada y lo lleva a otras dimensiones donde habita lo bello, y por qué otros no pueden hacer lo mismo? ¿Qué clase de energía tiene esa fuerza del artista que lo hace diferente, que lo pone en un punto distante del común de los hombres? ¿Por qué él hace lo que los demás no pueden hacer para contemplar la belleza o para construir la obra de arte? ¿Cómo funciona la percepción del artista, que es capaz de avistar lo que otros no pueden captar? ¿Tienen, acaso, los artistas verdaderos un sexto sentido?

Lo bello

Ver lo bello no es una cosa fácil; aunque la belleza no sea un acto milagroso, debemos admitir que es un acto de alta complejidad. Es un acto extraordinario. Eso es lo que quiere decir Van Gogh en esa frase: “La mayoría de los hombres no encuentran nada suficientemente bello”. Sin embargo, Borges no estaría de acuerdo. Borges, en su conferencia del 24 de abril de 1973 en el Instituto de Cultura Hispánica, afirma que la belleza no es un acto extraordinario. Cita Borges, para arrancar su reflexión, a Plinio El Joven, tratando de ser muy clemente para entrar en este problema. En contra de Borges, me afilio al equipo de Van Gogh. Por su parte, Shakespeare, otro grande, estaría en nuestro equipo. Shakespeare pone en boca de Hamlet esta frase: “(…) mostrar a la virtud sus propios rasgos, al desdén de su propia imagen, y a la edad y al cuerpo mismo del tiempo, su forma y su sello. Ahora bien, si esto se exagera, o se hace con torpeza, aunque haga reír al ignorante, no puede sino disgustar al juicioso cuya censura debe, en tu apreciación, pesar más que todo un teatro de los otros.” (Hamlet, tercer acto, escena II). Aquí el escritor inglés nos deja sin palabras. La belleza es un don muy delicado que ordinariamente debería estar en todos los hombres; pero, ¿por qué no está? ¿por qué la mayoría no encuentra nada suficientemente bello? Admitámoslo: la belleza no es un bien fácil de captar o de labrar. La belleza, aunque es un bien universal, aunque nace con todos los hombres, no se mantiene en ellos de manera confortable, como si ese bien general se les esfumara de las manos a muchos. La belleza es algo que –presentimos– se le esconde a esa mayoría que describe Van Gogh, que sospechamos es temerosa, y por lo tanto lo bello no se deja ver sino solo por parte de aquellos que pueden sacar de sí la fuerza y el valor para contemplarlo y mimarlo. Van Gogh le da una orden a su hermano Theo en esa misma carta de enero de 1874: “Encuentra bello todo lo que puedas.” Presintiendo, tal vez, que cada vez que alguien encuentre la belleza, no la debe dejar ir, debe atraparla, dándole la orden de que la arrulle, la consienta y la conserve.  

La cultura para captar lo bello

Aunque admitamos que la belleza es un acto extraordinario, podríamos suavizar esta consideración compartiendo los criterios de algunas escuelas de la antropología cultural, que afirman que la belleza, aunque se presente en cada uno de los pueblos, no todas las personas podrían llegar a tener el privilegio de captarla y almacenarla, de usufructuarla y degustarla hasta el fondo. Como si ese bien –absoluto, recóndito, escondido– de lo bello, se hubiera repartido por todo el orbe, con la condición de dejarse ver solo a retazos, dispersos en cada uno de los hombres que pueden atreverse a conservar el valioso privilegio de su cultura. Colegiríamos, entonces, que la belleza es un don escondido, que puede salir a flote de manera sorpresiva, en cada cultura, solo a través de aquellos que logran conservar ese dispositivo especial de captación. Por eso, cuando ella se manifiesta, nos invade con ese de pronto que nos atrapa y nos llena de sublimidad y contemplación, una energía inexpresable, llena de éxtasis y plenitud. Una obra de belleza, como las que se generan en el arte, por ejemplo, en medio de la multiculturalidad universal, teniendo en cuenta los descubrimientos etnológicos, no solamente buscaría lo bello por lo bello; también buscaría al hombre diversificado, al hombre que, siendo hombre, está regado por la Tierra en forma de muchas identidades.  Buscaría, en todas las culturas, lo más preciado del sí mismo en cada integrante, en cada miembro de esos pueblos. A pesar, entonces, de la diversidad y la multiculturalidad, la belleza, como una especie de dispositivo presente en la múltiple condición humana, también puede ocultarse. Lo bello está en el hombre mismo, pero logra escabullirse, perderse, esconderse. ¿Por qué?  En esta búsqueda de lo bello, del sí mismo que contempla lo hermoso, nos hallamos ante una dificultad. Cada quien debería disponer de alguna parte especial de la belleza en general, pero no es así.  Nos encontramos, entonces, con grandes sorpresas, como la que expresa la máxima de Van Gogh: una gran parte del género humano no logra captar lo bello. Ordinariamente, debería haber un portal que se abra en el alma de cada quien, que nos lleve a ser sensibles ante las obras que nos regalan la belleza. Pero esto no está sucediendo. ¿Por qué, si todos los hombres nacemos con las herramientas para abrir ese dispositivo espiritual, este no funciona de manera universal? Debe haber algo que ocasione esta situación deficitaria.

«Ese algo»

Podríamos atrevernos a afirmar que ese algo se ha extraviado, que ese algo precioso se ha enredado. El dispositivo espiritual donde habita la belleza es muy delicado y debe protegerse con gran esmero. La mayoría no lo hace. Y, quizás por no valorar su cuidado, dejándolo desprotegido y en total abandono, lo bello, en esa persona, toma rumbos desconocidos. Quienes hayan perdido este dispositivo, ya sea porque la sociedad los obligó a perderlo, o porque el poder los constriñó; o porque ciertos fundamentalismos –tal vez la misma escuela excluyente, o aquellas instituciones sociales específicas que violentan permanentemente la condición humana– lograron no solo dejar en el olvido el dispositivo de la belleza humana, sino que hicieron algo más terrible aún: castrar aquello tan sublime, y hacer posible la esterilización de su espíritu, en un ser que apenas comenzaba a ver y sentir el gusto por lo hermoso. Cuando se llega a esta etapa, el sujeto se vuelve un discapaz en lo sublime bello, y es empujado a una nueva forma de su condición personal: la minusvalidez espiritual, esa que le impide acceder o contemplar lo excelso de la belleza. Es entonces cuando podemos afirmar que, a esa persona, le falta un pedazo de su humanidad. Pues, a pesar de tener al frente o de observar los objetos, como un ciego del alma, no puede llegar a ver lo bello. Es como si para ellos lo bello se hubiera vuelto otra cosa. Eso que parece tan simple y aparentemente para todos común y connatural, como es el acto de captar la belleza, se les ha ido, se les ha escapado; eso que parece tan simple, para un castrado de la belleza ya no lo es. La belleza, que es un acto de la condición humana, en ellos se ha perdido, se extravió. Parece ser que en su trasegar y crecimiento individual, la persona ha sufrido un golpe tan fuerte que lo dejó castrado y sin la opción de ver lo hermoso.

La incapacidad de ver lo bello

La castración de la belleza le puede ocurrir a cualquiera, y si ese golpe se les da a muchos, de manera sistemática y continua, si ese golpe se le asesta a toda la sociedad, los castrados en lo bello son entonces una gran mayoría, y eso conlleva a que la colectividad escoja un rumbo diferente para llegar a advertir lo bello. Es entonces cuando la máxima emitida por Van Gogh es cierta: la belleza, de esa manera, se ha convertido en un acto de privilegio. Aunque Borges, que creía que la belleza era un acto ordinario, no lo crea. Borges aquí no tendría razón; Van Gogh sí. Hay en el que capta lo bello, en aquel que ha huido a la castración, una prerrogativa, una ventaja, un privilegio. El ser fértil es un ser que no ha sido amputado, no es estéril. Su aparato de fecundidad está intacto. Puede ver lo hermoso y lo bello y, también puede fabricarlo.

Todos los hombres deberíamos ver lo hermoso y lo estético por naturaleza, si no hubiera la castración de lo bello.  Pero ¿por qué sucede lo contrario? Para Van Gogh, la mayoría, que ha sido castrada, no contempla la belleza porque no la vive con su alma, porque ha perdido el dispositivo de ver lo bello, por lo tanto, aquel que no ve la belleza no la va a valorar, no la va a amar, no la sufrirá. La mayoría piensa que la belleza es solo placer y no dolor. Una gran cantidad no resistirá, por ejemplo, sufrir por lo bello. Por eso las masas le huyen a la belleza, pues solo la ven como un deleite. Como un mero gusto consumista.

¿La belleza es dolorosa?

El final de la nota que se le encontró a Van Gogh en su último día de vida lo dice todo: “pues bien, (con) mi trabajo; arriesgo la vida y mi razón destruida a medias (…)” (carta del 29 de julio de 1890). La belleza no es solo placer, es también sufrimiento. Es dolor. Es carga. Y eso no es fácil de asumir. ¿Quién quiere llevar un dolor para contemplar lo bello? Muy pocos. Quienes lo saben, prefieren huir y escogen una vida fácil y placentera, llena de las delicias del cuerpo. Eso es lo contrario de la posición que nos regala Vicent Van Gogh en sus cartas: la belleza no es un acto ordinario porque la mayoría huye de su dolor, de su pasión, la mayoría quiere el placer por el placer. “La plata que cae en mis manos la gasto en mujeres, bebida y bailando…”, como diría un poeta popular; la mayoría lo que busca es el hedonismo del cuerpo, algo que es contrario a lo bello.  La mayoría huye del dolor de la belleza, y prefiere asumir el hedonismo corporal, pues lo bello implica un sufrir, como le sucede también al amor. La belleza y el amor van juntos porque ambos tienen una carga de sufrimiento; la belleza pura es asombrosa, pero su extraordinaria condición implica una obligación no fácil de llevar; por eso es rechazada por las masas, que quieren o prefieren todo lo fácil. La belleza completa puede ser aborrecida por una gran mayoría porque no ha entendido que lo bello es no solo placer sino también dolor, y esta posición, en un mundo consumista y hedonista, es contraria a los ideales de vida mercantilista.

El consumismo elimina lo bello

Para la mayoría consumista, la belleza no es un acto sublime sino un desvalor. Lo bello no se puede ver porque la esterilidad ha arrancado parte de ese espíritu hermoso que habitaba en el ser humano, que ahora solo busca la mera complacencia, la diversión y la manera de mantener las nuevas formas de adicción social en su hedonismo personal. El consumismo actual viene a reemplazar así el acto bello, y lo convierte en un mero artículo, ese que se vuelve nada y, al día siguiente de ser adquirido, ya no sirve sino para el bote de basura. La belleza deja de ser, así, algo trascendental para convertirse en una simple cosa. En una mera mercancía. En una baratija. Lo sublime, al detectar este desastre, se esconde ante la catástrofe. Entonces, al quedarse el ser humano sin lo bello, ya solo empieza a reproducirse la nuda vanidad de lo corporal. Y esa vanidad es el principio del abismo. Frente a esa catástrofe, volvamos a leer y aprender de Van Gogh, en contra del mismo Borges.

*Bruno Elías Maduro [BEM]

Share.