Por Bruno Elías M.

Miércoles de literatura—

Este libro, Alegría de Leer, el más leído de los colombianos antes de García Márquez fue resultado de un plagio.

La comprensión de un texto es una toma de conciencia del mismo, en cierta forma es la manera de cómo una narración habla contigo, te dice lo que ha estado ahí, como esperándote, con sus ritmos,  sus anécdotas, sus inquietudes, sus momentos, sus crisis, sus sin sabores, en fin, el texto llega a ti de improviso, y es en ese momento cuando se va volviendo como parte de un haber espiritual, una especie de amigo que carece de fisiología y existencia biológica pero que de manera rara contiene un alma y, por lo tanto, vida, la vida que le da el escritor pero que exige la vivificación en el lector. Es esa vida del texto, del libro en la que entramos si podemos entender lo que el autor trata de decirnos; es en esa ruta existencial y vital donde podemos acceder si encontramos la clave para entrar al mundo que trata de narrarnos.

Antes de llegar al peldaño de lograr un texto de buen nivel, el escritor debe pasar por un proceso no muy placentero; por lo regular, un libro de primer orden es producto de años de esfuerzos y sacrificios, de dolores y padecimientos constantes, de arduas luchas no solo contra el arte de escribir sino contra la vida tranquila que merece cualquier ser humano. Pero raro es el clásico que ha sido producto de una vida serena.  La ataraxia estoica, que es un proyecto de vida tranquila de sabios escritores, no es verdaderamente un estado de ánimo para escribir sino para poseer una vida sosegada y feliz.

La existencia conflictiva del creador

La escritura es como la guerra. Eso lo sabían los griegos platónicos y neoplatónicos, aristotélicos y neoaristotélicos del siglo I de nuestra era. Entendían a sus maestros, sus vidas y la manera como habían forjado sus obras. Pero la escritura de un verdadero libro no sale de los estados tranquilos del alma. Un texto nos transmite parte de la existencia conflictiva de su creador.  Y como parte de esa forma de supervivencia están consignados en la obra gran parte de lo que le ha acontecido al escritor, y que de una u otra forma lo han encauzado para llegar al texto logrado. Ese mundo lo ha marcado en su piel, le ha dado el sello singular para que prosiga en su obstinación. Escribir entonces no es solo un deber de vida, es una obligación que absorbe y busca niveles de alto vuelo; en muchos se generará la contemplación; en otros, la satisfacción. El reconocimiento es secundario. La mayoría de los textos clásicos no han sido reconocidos por sus contemporáneos. El escritor lo sabe. Cuando esto sucede, escribe para todos los tiempos y para aquel lector que quizás aún no ha nacido. Homero ni se imaginó quién lo iba a leer; quizá ciego y errabundo, no cayó en la cuenta de que iba a existir la escritura y que su nombre sería uno de los valores de la civilización. Cuántos premios nobeles han sido olvidados. De Homero seguiremos hablando y leyendo, un patriarca de la literatura. El escritor por eso tiene un deber con su obra, una ética inviolable, y tratará, como el héroe, de prevalecer frente a los obstáculos que se le oponen a su tarea. De esta forma peleará contra las fuerzas que le impidan escribir; de esa manera tratará de sanar las heridas que le cause el oficio y enfrentar hasta el cansancio todo aquello que se le oponga en el camino, que no acabará incluso si termina su libro. Cuántos perseguidos políticos, cuántos censurados rebelándose al censor, escribiendo a escondidas o quizá presos no han tenido excusas para escribir a pesar de tener todo en contra, incluyendo la salud, peleando contra la enfermedad misma para sacar adelante su arte.  La verdad es que es un anhelo de todo humano gozar de una vida feliz, aún más si la felicidad es constante y presente, no una entelequia del futuro. Tengo un amigo que me dijo: “voy a escribir cuando me jubile; cuando llegue ese momento tendré tiempo para los borradores y las correcciones”. Qué privilegio el suyo.

Lectura tranquila de un drama

El escribir tiene otras rutas. Me imagino a Aristóteles huyendo de Atenas y de sus enemigos en mulas con sus rollos de papiro y su Metafísica a medio hacer. Me imagino a Moisés con la Torá por el desierto del Sinaí, cuidando los originales divinos. Nada tranquila fue esa faena. Mi amigo el prejubilado no se imaginaba siquiera tales proezas de cuidado y guarda. Muchos buscan esa vida tranquila para escribir, la eudomonía como acto seguro para la theoria. Algo que es tan difícil como ganarse la lotería. Otros buscan el placer de la escritura como un en sí mismo porque creen que esta les producirá la felicidad absoluta, eludiendo así los dolores reales del oficio. Otros buscan lo que produce reconocimiento y fama, y se lanzan a trasegar el mundo editorial detrás del dinero o del poder o los aplausos para obtener un medio que les daría una volátil vanagloria. Otros, menos ambiciosos, buscarán con sus escritos el amor de una amada o de un amado porque creen que después del matrimonio vendrá la felicidad absoluta. O como en los cuentos de hadas, después de que el príncipe se case con la cenicienta, la vida que viene será el consumo pleno de la felicidad y el placer conjunto. Crasa equivocación. Un escritor real está siempre andando de frente a la incertidumbre. Hasta el escribidor que compone telenovelas sentimentaloides o aquel genio que compuso las Mil y una noches han sufridos sus obras, estas le duelen. Muchos de ellos no pueden ni siquiera gozar de los frutos de su creatividad, pero obstinados por un no sé qué hacen su labor.

El alma del libro

Detrás de un texto escrito hay no solo un mundo en las letras; detrás de un libro hay una vida que ha tenidos altos y bajos, y eso jamás estará en la memoria de la obra. Por eso Borges afirmaba que todo libro tiene algo de bueno, así sea el más malo de los libros. Se refería al sacrificio que está en hacerlo y después editarlo, que es una verdadera proeza. Los libros todos tienen un universo ideal. Borges valoraba eso en la universalidad de la biblioteca. Y en esa perspectiva afirmó que un verdadero libro tiene más que un sentido, un verdadero libro tiene un alma, un alma que está compuesta por dos partes, la que aporta el autor y la que aporta el lector. Esa unión es perfecta armonía del espíritu humano en diálogo. Por eso el lector se vuelve el mejor amigo del escritor, porque sin conocer su vida personal, al entrar en el mundo que él ha creado, tiende a formar, con la mera lectura del texto, parte de ese otro universo y de sus perspectivas. Otros más profundos cambiarán nuestra manera de ver las cosas, así sea el texto más funcional y técnico. Un buen lector que busca el sentido de lo que está en las letras, inicialmente informes, se hará a un lugar dentro del libro que lee; ese espacio es el que no puede calcular el escritor. Un lector versado tratará de registrar el significado que tiene su lugar en el texto, cómo se sitúa él en el mundo de lo que ahí se narra. El espíritu mismo de lo que está diciendo el autor. Un buen lector tratará en otro nivel de entrar en las imágenes que pasaron por la cabeza del escritor en el momento de escribir. Incluso hay lectores que buscan el antes y el después de ese momento en esa iconografía para ampliar su territorio de comprensión. Y el buen lector terminará, como los niños, desarmando el juguete para descubrir su magia, pero como todo juguete desarmado, terminará en el bote de basura.

El lector, el personaje del escritor

Leer es más que traducir signos, es entrar al espíritu del escritor, no para interpretarlo, como piensa Gadamer, sino para hacer parte de él, para convertirse en un capítulo más del libro, en un verso más, en parte de la trama. Un buen lector se mete en el mundo del escritor para hacer parte de lo que él ha creado. El objetivo de una buena lectura es no solo comprender e interpretar lo textual, el objetivo es llegar a hacer parte de él. El personaje principal de una obra es su lector.

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