Por Bruno Elias M.
Bruno Elias M. es filósofo y autor de la novela (dele clic para leer la reseña) La Aldea debajo de la montaña.
El mundo de los libros empezó para mí en María Eugenia, un barrio de los cerros en mi ciudad natal. Mi padre Simón no me dejaba ir al colegio. Era un escéptico de la escuela. Hijo de un judío quien creía que un arte u oficio era lo único que necesitaba el individuo para surgir en la vida. Como él, que era sastre. Se afilió a los Testigos de Jehová por un tiempo; luego huyó de ellos. Pero le encantaban las revistas Atalayas y los Despertad. Yo tenía entonces cuatro o cinco años. Mi madre y mis hermanos vivían donde mi abuela Mercedes. La casa del María Eugenia estaba en construcción. Mi padre peleaba por quedarse conmigo solamente. Él me enseñaba las letras de los títulos de esas revistas. Me fascinaban sus dibujos: la idea de un león que juega con un venado sin la furia real de querérselo desbaratar y despedazar en un festín de supervivencia. Aquellos cuadros donde Jesús tiene barba y pelo corto, con un rostro resplandeciente como un sol. Algo que no se me ha quitado aún de la mente. Aunque no he vuelto a ver aquellas revistas de mi infancia en los estantes públicos de los Testigos. Un día cualquiera, mi padre empezó a llorar delante de mí. Cayó en la cuenta de que sin un tutor y sin una cartilla específica de lectura, yo estaba leyendo en voz alta un pasaje de la Biblia. Me preguntó, con el dedo, qué dice ahí, y yo le leí exactamente lo que decía. Él saltaba de la emoción. ¡Yo había aprendido a leer sin necesidad de una escuela! Su teoría era un éxito, y yo, su evidencia. Un sastre solitario estaba proponiendo un nuevo método de enseñanza de la lectura, sin teoría lingüística ni formación universitaria. Algo de lo que caí en la cuenta solo cuarenta años después.
Las monjitas con el escritor
Me acuerdo de que, posteriormente, vinieron las monjas de la Iglesia Católica, que vivían en otro barrio. Alguien les habló de que mi padre había enseñado a su hijo a leer. Ellas lo querían comprobar. Efectivamente, se me acercaron tres monjitas. Me revisaron para comprobar que yo no era un enano y tenía, en efecto, cinco años sin haber estado en ninguna escuela. Fue una inspección judicial. Ante mí pusieron en una fila varias revistas católicas y, ciertamente, las pude leer. Lo hice en voz alta. Las monjitas le aconsejaron a mi padre que me matriculara en el seminario: tenía todas las cualidades para ser un prelado. Mi padre se disgustó. Las monjitas me llevaron a escondidas a su iglesia y me regalaron leche en polvo de Cáritas Internacional y harina de trigo. Me puse feliz. Comí leche en polvo por días y noches a escondidas de mi padre. Después de una semana él tuvo que llevarme al hospital por el mal de estómago. Me tocó confesarle la verdad. Es la leche de los católicos, ¿verdad?, me preguntó. Le respondí, con un gesto, que sí. ¿Viste?, te lo dije, que la de los Testigos es mejor. Y me arrulló toda la noche. Me volvió a leer en el hospital pasajes de Atalaya. Yo estaba fascinado con esas historias. Cuando volví a casa traté de pintar las mismas ilustraciones que estaban en las revistas de los Testigos, pero fracasé. No era tan bueno para dibujar. Entonces, pensé: así como se lee, se puede escribir; yo quiero escribir esas historias. Pero no era lo mismo leer que escribir. Y fue cuando comenzó el reto de aprender a escribir. Si por un accidente había aprendido a descifrar y traducir el alfabeto, no pasaba lo mismo con la escritura. Para ello había que esforzarse y sacrificarse. Hice mi primera rebelión. Me le rebelé a mi padre para que me matriculara en la escuela, porque sabía que solo ahí podía aprender a escribir esas historias hermosas que estaban en la mente de un niño pequeño con el deseo de pintar, pero a quien su falta de talento para la pintura lo había conducido a la idea de que con las palabras también se podía crear un mundo: una pintura hecha solo con metáforas. Pero mi padre no aceptó mi rebeldía.