Por Ubaldo Manuel Díaz*
Nos habíamos mudado a un nuevo vecindario. Era un barrio venido de menos a más, ubicado sobre una calle solitaria que daba a la antigua Aduana, donde aún se veían salir de sus bodegas carros con vidrios polarizados que pasaban raudos la desierta calle. Las fachadas de sus casas coloreadas llamativamente las hacían diferentes a las demás. Cruzando la avenida había otro vecindario parecido a una fortaleza con paredes de hormigón reforzado y concertinas de seguridad similar a un campo de concentración.

En ese conjunto residencial habitaban algunos empresarios de la ciudad y políticos deshonestos que purgaban casa por cárcel. La casa solariega donde nos habíamos mudado era antiquísima y estaba a medio terminar, algunas de sus partes amenazaban ruina, se veía que fue ideada y diseñada por una persona ambiciosa que al final no pudo concluirla. Mi madre, que era un mujer hábil en los negocios, la había adquirido en una de esas subastas medio truculentas que se daban en el centro de la ciudad. En esos remates nadie se conocía como persona, se reconocía como real, verdadero, al dios mammón o demonio que representa el pecado de la avaricia.

Alguna vez acompañé a mi madre a uno de esos antros frecuentado por personas avaras y codiciosas. Custodiando la pequeña puerta de entrada había un fornido y silencioso hombre que se comunicaba por medio de gruñidos exigiendo una especie de tiquete o contraseña para ingresar. Era un amplio y lóbrego salón con pisos de madera, con un olor penetrante a cera y a humo de cigarrillo. Por sus altos ventanales se filtraban rayos de luz que dejaban al descubierto el humo emitido por las pipas y cigarrillos aspirado por los presentes. Al costado varios grupos de personas cuchicheaban, un mesero esmeradamente vestido solícitamente ofrecía un aperitivo, al fondo una diminuta mujer de rostro huesudo enfundada en lo que parecía una toga se acomodaba un birrete sobre su cabeza, luego erguida sobre un estrado daba el primer golpe con un pequeño mazo sobre la mesa dando inicio a la sesión de ese día. Posterior se escuchó su voz infantil dando a conocer las reglas de juego.

De reojo yo miraba a mi madre mirar absorta como en una especie de encantamiento el juego que hacía el martillo desplazarse de arriba abajo cuando remataba algún bien material. Cuando el mazo golpeaba la madera, ya era cosa rematada. Por la puerta principal de la casa adquirida por mi madre, al lado izquierdo había un estrecho zaguán que conducía hacia una pared alta confeccionada en ladrillo, al otro lado de esa pared se escuchaba el día de la mudanza la voz nítida de un joven que parodiaba a voz en cuello “Querida” de Juan Gabriel. Después supe que su nombre era Francisco. Imitaba fielmente al artista mexicano que realmente pensamos que era él en persona quien nos estaba dando la bienvenida al nuevo vecindario, más cuando gemía como felino imitando ese clásico de los años ochenta. Mis hermanas ajetreadas con la mudanza sonreían escuchándolo, acomodando cada cosa en su lugar, exhaustas comentaban entre ellas que un trasteo no dejaba de ser una situación incómoda.

Mi padre, sudoroso en mangas de camisa, seguido de un ejército de hombres silenciosos, sonreía con esa sonrisa parecida a una mueca que dejaba ver de soslayo una dentadura perfecta de actor de cine. Esa hueste de hombres descargaban con suma delicadeza cada cachivache de la mudanza. Francisco, del otro lado de la pared no daba pausa, repetía una y otra vez “querida” como si se estuviera preparando para una audición.

Al final de la tarde hubo una tregua por parte de los obreros y el improvisado artista; la mayoría de cachivaches reposaban amontonados en la amplia sala para terminar de ser acomodados en su nuevo sitio. Una tía solterona que había militado en la filosofía de los estoicos sentada sobre un butaco, cruzada de piernas fumaba indiferente a ese tráfago murmurando la frase del Qohèlet: vanitas vanitatum et Omnia vanitas.

Al final de la tarde, en la amplia sala de esa casa no había por donde transitar, la noche había caído y no había donde dormir, salvo sobre unos improvisadas colchonetas. Esa noche había que trasnochar acomodando casa cosa en su lugar, lo que más guardaba recelosa mi madre era una Venus de Milo en mármol que había llegado a la casa hacía muchos años no se sabe por quién, Venus tenía su puesto al fondo de una sala alfombrada sobre una mesita de mármol. En esa salita de estar mi padre y su hermana la estoica pasaban parte de la noche fumando y disertando algunos asuntos debajo de una luz mortecina. Cuánto extrañábamos la anterior casa. A la mañana siguiente nos levantamos tarde, se escuchó que tocaban tenuemente la puerta principal, mi madre entreabrió y era el rostro de un joven que la saludaba.
─Hola vecina, soy Francisco, hijo de la vecina fulana de tal, les damos la bienvenida al nuevo vecindario. Mi madre le sonrió entre alegre y sorprendida. Una de mis hermanas adormilada aun alzó la cabeza y sonriéndole desde la distancia le dijo:
─Hola, querida!
Ambos se sonrieron y desde ese día fueron amigos inseparables.


*Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018 – 2019- 2022.

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