Por Bruno Elías Maduro
Para los griegos arcaicos, la poesía no es considerada propiamente una disciplina de elaboración artística sino un don de los dioses; la musa mueve al poeta a cantar, como lo registra Homero en su primera línea de la Ilíada: “Canta, oh diosa, de Aquiles el Pelida ese resentimiento…” (Ilíada, Homero. Ed. Cátedra, Madrid, 2011, pág. 35), No es el poeta quien hace el poema, es la musa la que lo inspira. La musa mueve al poeta por dentro. La idea original está sentada en el significado de la palabra que utiliza en lengua jónica Homero, o los que escribieron en su nombre. En la segunda estrofa hay un verso así en griego jónico: “tí t’ ar esphoe theon eridi xuneke maxesthai” (lo escribo en letras latinas para facilidad del lector). La traducción sería así: “¿Qué dios fue el que movió la discordia y la lucha entre ellos?” Eridi, en este caso, es la diosa de la discordia, la causante de los conflictos. Eridi es un derivado de eris o erizw, cuya raíz en jónico es “conflicto”. Las eris son las diosas del conflicto o de la discordia. En el matrimonio de Peleo es la Éride la que trae la manzana de la discordia que los dioses le llevan a Paris para que resuelva el gran problema de los dioses griegos, según la mitología. La causa de la Guerra de Troya, que es la historia central de la Ilíada, no fue Helena, sino una disputa que Eris plantó entre los dioses. Hubo una manzana de la discordia que resumo así: Peleo, rey de Ptias, se va a casar con una diosa, Tetis, de los cuales nacerá Aquiles. En el matrimonio divino, hay una fiesta en el Olimpo. Todos traen presentes a los novios. Pero Eris, la diosa del chisme y la discordia, la que escarnece, juega sus cartas y deja una manzana para que los olimpos decidan quién es la diosa más hermosa. Esa disputa está entre Atenea, Hera y Afrodita, quienes representan la justicia, el poder femenino y el eros. La manzana dice: “para la más hermosa”. Ningún dios se atreve a decidir a quién le toca esa manzana maravillosa. Quien lo haga se mete en líos con las dos que pierdan la apuesta. Resuelven así dejarles el problema a los hombres para que ellos sean los que decidan. Una especie de trampa contra los humanos. Es Paris o Alejandro la víctima: el príncipe de Troya es quien debe decidir. Paris escoge a Afrodita, pues ella le ofrece a Helena. Y ahí comienza toda la historia de la Ilíada. Esta sería la verdadera causa de la Guerra de Troya: la disputa entre las diosas Hera, Atenea y Afrodita. La Ilíada es un poema cantado, un poema inspirado, del cual se dice que le fue dado por los dioses a Homero. Al poeta le llega la musa, quien le cuenta o lo induce para que cante. Esto se constata en la misma Ilíada, en su primera línea. La poesía, entonces, es algo divino para los griegos.
Homero, inspiración divina
En la primera parte del libro se ve claramente cuando el poeta Homero levanta las manos para orar o hacer una invocación, prueba de que él está conectado con las musas: “Canta, oh diosa, de Aquiles el Pelida…” El verbo cantar aquí está en la mitad de la oración, en el jónico original, es aeido, que significa trovar o cantar, pero no sacar cualquier canto; cantar un poema significa, en griego jónico, hacer brotar la melodía y el verso al mismo tiempo, verso dirigido al entendimiento de los hombres y a sus pasiones. O sea, cantar para lo profundo del espíritu. Eso incluye la belleza del espíritu y también su reflexión, una subespecie de lo que hoy es la razón. Poesía y Ontología, en Homero, son una sola cosa.
Poema sin poeta
Lo que nos quiere decir Homero en ese primer verso de la Ilíada es que no todo aquel que canta puede llevar a cabo una oda que penetre en el espíritu humano; no todo el que hace un poema es poeta. Se necesita ejercitar una acción que raye con la Divinidad o con lo profundo de lo Bello. El poeta es un inspirado. Sin la inspiración no hay arte poético. No hay arte. La poesía no es un don humano: es un don divino, necesita de lo extraordinario, y en ese punto el poeta se parece al vidente, al profeta y al teólogo, pues busca lo divino con la palabra. Pero eso divino en el poeta está incrustado en el mismo canto que sale de su alma, él y su canto son una misma pieza. La poesía no se hace indagando o buscando reglas específicas del comportamiento de los hombres, ni normas al estilo de la arquitectura o la escultura; la poesía brota de lo bello profundo, sin titubear. El poeta no necesita inicialmente de un canon, o una legislación para narrar o cantar. El poeta, para hacer poesía, necesita estar inspirado, y esa inspiración no se planea, no se prevé; tampoco se ejecuta de manera racional ni bajo reglas ni principios: no. Al poeta no lo hacen ni las academias ni los diplomas. Ni los títulos ni los reconocimientos del Estado. La poesía está en el don. La poesía no es un acto de inteligencias múltiples ni de engaño pedagógico. Es un regalo de la Divinidad. El poeta no se impone. La poesía nace con él.
Lo impredecible
El poeta es un ser impredecible, ya que no se puede pronosticar lo que va a salir de él; solo sabe que algo lo impulsa a cantar o a narrar, porque nació con él; algo que lo empuja, que lo excita, y ese algo debe buscar salida en forma de obra, aunque desconozca sus efectos.
Un público formado
La poesía no busca la complacencia del público, sino su despertar. El poeta vive un mundo ambivalente, un mundo que va entre presión interior y resistencia externa; el mismo que muchas veces no está preparado para contemplar la obra de sus poetas. Para el poeta Homero, por ejemplo, el canto de la oda no solo necesita de una llama divina que haga prosperar su obra, también necesita de oyentes a la altura del narrador. Necesita de un pueblo educado. Un oído para oír. Necesita que el público esté formado. El público con cultura poética podrá gozar de las joyas artísticas, y si está preparado, valorará los productos de esa inspiración artística. Un pueblo necesita estar a la altura para entender a sus poetas, cosa que no es fácil. Por eso, la Grecia clásica fue una cultura con mayoría de edad. El común de las personas podía valorar la poesía, el arte y la ciencia como algo trascendental y valioso, algo inherente a su pueblo, cosa que no sucede en nuestros tiempos; una cultura donde el artista no era esclavizado, o puesto al servicio de la industria del consumo.
La crítica poética
En efecto, el arte y la poesía no solo necesitan del público, el cual debe estar a la altura del arte que se le presenta. También necesita del crítico. El crítico es un bien colectivo en el arte. Para la crítica se necesita también un don, ese que no regalan en las academias. Un don que proviene de ese estado del alma que brota de idénticos abismos del ser, donde está la creación artística. El crítico es un artista en potencia, es ese alguien que no pudo llegar a ser y, porque no completó su don, buscó el arte por la vía racional, no por la inspiración. Pero volvamos al poeta.
Poesía para la divinidad
En su arte, el poeta no tiene un conocimiento racional de lo cantado, muchas veces ni se da cuenta de lo que está haciendo; solo actúa y se deja llevar por ese impulso primitivo que brota de un no sé qué que habita en una parte misteriosa del alma. El poeta, desde la Grecia antigua, se decía que no solo cantaba para los hombres, también cantaba para los dioses. Y esa es una carga nada fácil llevar. Hoy abundan los poetas. Pero el silencio de la poesía es el que nos gobierna. Una paradoja en la época del arte de masas. Sentir la poesía como los griegos puede ser un buen abrebocas para recuperar lo que se perdió.