“Todo en él era viejo, salvo sus ojos, que tenían el color del mar y eran alegres e invictos».

Hemingway (El viejo y el mar)
El hombre que amaba el río
El hombre que amaba el río

Santana Flórez es un viejo que desde hace cincuenta años todas las madrugadas sale a contemplar el río. En la población donde vive, la mayoría de los hombres entrado el crepúsculo se marchan a pescar para alimentar el cuerpo. Santana lo hace al amanecer para alimentar el espíritu. Con un siglo a sus espaldas, un harem de tres esposas, 18 hijos a bordo y 84 nietos, este prolífico patricio no puede dejar de hacer este ritual todas las madrugadas porque según él, el rio se ha convertido en parte de su vida.

Una de esas tibias madrugadas permanecía en el muelle escrutando el horizonte oscuro que se abría ante sus ojos azules y cansados que se quedaron petrificados en las largas noches de vigilia de pescador. Con la emoción de un niño que acaba de hacer un descubrimiento levanta el dedo índice y susurra: «va a llover»; a los pocos minutos las primeras gotas de lluvia tamborilearon sobre los oxidados techos de zinc del caserío, se había cumplido el oráculo del viejo.

El último invierno

En el último invierno, como el flautista de Hamelin, lo seguía una procesión de hombres silenciosos cumpliendo sus instrucciones al pie de la letra defendiendo el último bastión de muralla para que el río no los tomara por asalto y los inundara. Ese día parecía más delgado y alto desde cuando emergió como un fantasma por una de las calles polvorientas de los despreciados municipios por el gobierno nacional, en la región del Sur de Bolívar, llevaba un par de peces colgados en las manos, seguido de un gato que le maullaba; con caminar erguido, largos brazos, doblaron la esquina. Hombre y animal se internaron en una casa pigmentada de un azul intenso donde lo esperaba una mecedora de mimbre. Ahí permanece el viejo Santana sus días viendo pasar la vida por la ventana.

La mirada del hombre que amaba el río

Al lado de esa ventana en madera carcomida por la polilla y que es un mirador hacia una calle desierta, cuelga una fotografía con un paisaje suizo de vaquitas nórdicas y nieves perpetuas, reproducción preferida por las clases menos favorecidas. Un abandonado muñeco de felpa cercado por flores artificiales adorna la mesa de centro. La puerta trasera permanece abierta, deja ver un hilo de ropa de color parecida a la carpa de un circo donde una joven mujer encorvada sobre una batea culmina su labor diaria, la mujer se seca las manos blancas y arrugadas por el frío del agua parecida a un batracio, da un rodeo, canturrea maldita primavera y exhausta se tumba sobre una vieja poltrona. Ojea con avidez una revista de catálogo pasada de moda. Santana la mira con desinterés seguramente porque esa escena se ha repetido cientos de veces. Un abejorro entra como kamikaze y roza con las viejas y aperezadas aspas del ventilador de techo que a esa ahora despide un aire gaseoso, hirviente; el inmolado insecto sale disparado y cae a los pies de una corpulenta y silenciosa mujer de cejas depiladas con rigurosidad, legendaria guerrera de fallidas dietas y mil batallas contra el colesterol. La mujer desestima la presencia del sacrificado insecto y rodea como fiera enjaulada una hornilla que humea perpetuamente un cobertizo de zinc. Con algo parecido a un pulido trozo de madera revuelve una olla humeante, el vapor le hace entornar un ojo. Se retira del humo y le hace una pregunta anodina a la joven que aún sigue mirando la revista, esta sin mirar le responde, bosteza, mira fijamente a través de la ventana apolillada y estirándose sobre la poltrona arroja la revista que cae sobre la mesa de centro, al lado del muñeco de felpa quien tiene el aspecto de un expósito.

El diálogo

La mujer sigue repitiendo como letanía el coro de maldita primavera. Santana la escucha con desgano, seguramente porque esa maldita melodía la ha escuchado un millón de veces. Su atención se centra en el gato que lo seguía desde el puerto y sonríe mirando a un cachorro que lo mantiene a raya. El sol cae como plomo haciendo crepitar las viejas láminas de latón.

¿Que vas a comer viejo? Le pregunta la mujer, destapando una olla humeante.
¿Que hay? Interroga el viejo sin mirarla. Su lánguida mirada se pierde detrás del resignado felino que se pierde al final dela calle abandonada bajo la canícula de la tarde. El cachorro luego de acosar y ahuyentar al felino se arquea y juega entre las piernas del viejo esperando la recompensa, que serán varias cabezas de pescado que se ahúman debajo del cobertizo.
Pescado Remata la mujer con los brazos en jarra y en tono resignado; lo escruta con curiosidad de arriba a abajo con sus enormes ojos color café como si hubiese escuchado esa palabra por primera vez en cincuenta años.
Bueno si eso es lo que he comido toda mi vida, ¡Sirve pescado! Sentenció Santana. La joven se levanta de donde está, y en silencio cruza la puerta trasera y comienza a voltear y a oler la ropa que horas antes había extendido arduamente.

El David Arango

Caída la tarde, Santana se sienta a mirar nostálgicamente hacia el río, rememora aquel barco majestuoso; el David Arango, lleno de orquestas y papayeras que emulando al Titanic se decía que ni Dios podía hundirlo. El David Arango en aquella época transportaba en su cubierta al más rancio y alto abolengo de la sociedad Barranquillera que sin ningún pudor y consideración disfrutaban ruidosas parrandas. Santana salía al puerto cada ocho días a contemplar en la lejanía las fiestas en el David Arango, en su mente ya urdía un plan para conquistar a su primera esposa. Un día cualquiera miró hacia todos lados para cerciorarse de que nadie lo escuchase y con extrema dulzura como si el barco fuese suyo le hizo la siguiente confesión a su prometida:

«Si te vas conmigo amor, te prometo que viajaremos en un barco de esos».

Santana.

Ella se ruborizó ante semejante oferta y ver en cubierta a un grupo de mujeres pavonearse con hermosos y ligeros vestidos al lado de solícitos dandis.

Los amantes

La luna como un plato relucía sobre los techos de zinc del caserío, la vieja cerca confeccionada en alambre de púas y trozos de madera era testigo de las miradas furtivas entre los dos enamorados, esa valla impenetrable había separado a las dos familias. Con la mano apoyada en una pequeña valija se acercó lentamente como en un sueño, sorteando la cerca de alambres observó que la luna no sería su cómplice, seguía alumbrando; esta vez no sintió el desaliento en las rodillas cada vez que lo veía cerca. Se hizo un ligero santiamén, apresuró los pasos y conteniendo el aliento comenzó a correr en la soledad de la noche, interrumpida por el taconeo de sus zapatos y los ladridos de un perro en la lejanía.

Al otro lado Santana la esperaba paralizado, con el aliento contenido, la respiración agitada, la vio venir hacia él bajo la luz amarillenta de la luna para precipitarse en sus brazos, con la ilusión de que en los próximos días abordarían el David Arango. Con el oído pegado a la pared, Santana escuchaba el tropel de los pasos de un regimiento de hombres que lo buscaban para vengar la honra mancillada de la joven, ya era tarde. El matrimonio se había consumado en la casa de una matrona alcahueta.

El incendio del David Arango

Días después Santana Flórez escuchaba atónito y estupefacto por radio Sutatenza que el David Arango se había incendiado en el puerto de Magangué. No podía creerlo- No lo hundió el agua como al Titanic, pero sí una descuidada empleada que dejó una plancha caliente sobre una sabana, la cual provocó un voraz incendio que lo consumió lentamente y con ello los sueños de la niña Ceci y el joven Santana.

«Eso fue hace mucho tiempo”

Santana

Se incorpora el viejo de su mecedora y mira por el ventanal apolillado, afuera la tarde va cayendo de forma inexorable; como en una nebulosa aparecen en su memoria el nombre de barcos que antaño surcaban el río grande de la Magdalena: Guadalupe, Monserrate….

“El río se ha sedimentado porque las ruedas hidráulicas que impulsaban los barcos ya no remueven las aguas».

Una avezada teoría del viejo Santana:

«El río grande de la Magdalena se está secando, el río se está muriendo y los barcos no volverán».

Remata el abuelo, mientras sale al muelle todas las madrugadas con la ilusión de ver aparecer el fantasma del David Arango en medio de la bruma como el capitán Jack Sparrow a su barco preferido, el “Perla negra”. Ahora solo ve avanzar rio arriba enormes planchones acorazados parecidos a unos portaaviones, pertenecientes a una multinacional suiza de transporte fluvial.

¿A cuál de las tres quiso más? Le interrumpe la mujer con el plato humeante en la mano llena de pescados, carcomida por la curiosidad. Como queriendo escuchar esa respuesta hace 37 años, hace una pausa, coloca el plato en la mesa, le baja volumen a la telenovela de turno. Santana queda pensativo, sus ojos brillan, entrecruza las manos como un niño al que le acaban de pillar una travesura, e invitando los recuerdos a su memoria de viejo vagabundo, rebuscó la frase apropiada y soltó la carcajada:

«A todas».

*Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018- 2019 – 2022. Email: sinuano1817@yahoo.es

Share.