
¿La economía se gobierna a ciegas? La «cláusula de escape» de la Regla Fiscal parecería un nuevo salto al vacío de la política fiscal colombiana. Cuando el barco hace agua, ¿la solución es romper el timón? Eso parece creer el gobierno de Gustavo Petro, que ha decidido activar la “cláusula de escape” para suspender la regla fiscal en Colombia.
Esta es una norma que desde 2011 funciona —al menos en teoría— como el cinturón de seguridad de nuestras finanzas públicas. El problema es que ese cinturón lleva años oxidado, estirado y, ahora, convenientemente cortado.
Respuesta tecnocrática
La regla fiscal, implementada bajo el mandato de Juan Manuel Santos, fue la respuesta tecnocrática al miedo de caer en el abismo del despilfarro: limitar cuánto puede gastar el Estado para que no se endeude más de lo que puede pagar. Un dogma neoliberal, sí, pero también una advertencia sensata: no puedes vivir con tarjeta de crédito si no tienes cómo pagarla.
Pero llegó 2024, y con él, el segundo peor déficit fiscal en la historia del país: un 6,8% del PIB, cuando la regla dictaba que no debíamos pasar del 5,1%. Para 2025, la cosa pinta peor: el Ministerio de Hacienda proyecta un déficit del 7,1%. ¿Y la solución del gobierno? Suspender la regla fiscal hasta por tres años, con el aval del Consejo Superior de Política Fiscal (Confis), usando una herramienta diseñada para emergencias extraordinarias. Emergencias como una pandemia. ¿Estamos, acaso, frente a una calamidad de esa magnitud?
Así es el déficit

La cláusula del escapismo político
No se puede tapar el sol con un decreto. La cláusula de escape no es un comodín para deshacerse de las responsabilidades fiscales cuando el Excel no cuadra. Es un instrumento excepcional, y la situación actual, aunque crítica, no es un terremoto ni una guerra. Es, más bien, el resultado predecible de políticas expansivas sin respaldo suficiente, de promesas que superaron la capacidad del bolsillo público.
El presidente Petro alega que recortar el gasto para cumplir la regla implicaría dejar sin oxígeno a la inversión pública. Y no miente: Corficolombiana calcula que el ajuste implicaría tijeretazos por $37,5 billones. Pero aquí vale preguntarse: ¿quién paga los platos rotos de una fiesta presupuestal que no midió consecuencias?

Porque lo que está en juego no es solo una cifra, sino la confianza. Y la confianza, como el vidrio, una vez rota no se recompone del todo. La suspensión de la regla fiscal es una señal ambigua para los mercados, una alarma para los inversionistas y un presagio de encarecimiento del crédito. Traducido al castellano: más intereses, menos inversión, y más dolores de cabeza para quienes aún sueñan con préstamos accesibles.
¿Economía del pueblo o populismo fiscal?
Aquí no hay espacio para eufemismos. Lo que se está discutiendo es si el Estado puede gastar sin límites en nombre del pueblo, aunque las consecuencias futuras terminen cayendo precisamente sobre ese mismo pueblo. Porque cuando los mercados castigan con tasas más altas, no lo hacen solo sobre los grandes bancos: lo sienten las familias que pagan más por su hipoteca, las pequeñas empresas que ven cerradas sus líneas de crédito, los estudiantes que financian su educación.
Entonces, ¿de qué sirve predicar la justicia social si se desmantela la arquitectura económica que la sostiene? ¿No es esta una contradicción digna de Judas: traicionar el equilibrio en nombre del bienestar, sin garantizar que ese bienestar no se vuelva humo?
El poder de decidir sin frenos
Lo más peligroso no es el déficit en sí, sino la tentación que deja abierta esta cláusula: gobernar sin restricciones. Porque si hoy se suspende la regla por “excepcionalidad”, mañana se puede justificar cualquier exceso. ¿Qué control queda entonces sobre el uso del dinero público? ¿Qué límites frenarán la expansión desmedida del Estado?
La economía no se gobierna a punta de ideología, ni la disciplina fiscal es enemiga de lo social. El verdadero acto revolucionario, en este contexto, sería asumir el costo político de un ajuste responsable, en lugar de vender sueños a crédito.
¿Y ahora quién responde?
La historia nos ha enseñado que los desórdenes fiscales no se quedan en los libros contables: se filtran a la vida cotidiana. Hoy puede parecer una solución pragmática. Pero mañana, cuando el país pierda su grado de inversión, cuando se encarezcan los préstamos y se agoten los recursos para salud, educación e infraestructura, ¿quién pondrá la cara? ¿Quién pedirá perdón por haber soltado el timón en medio de la tormenta?
Colombia necesita una economía con alma, sí, pero también con cerebro.
La transparencia fiscal no es un obstáculo para el cambio: es su fundamento. Suspender la regla fiscal no es reformar el modelo; es patear el tablero sin proponer uno nuevo. Y eso, en economía y en política, casi siempre termina mal.
La pregunta no es si debemos ajustar el gasto. La verdadera pregunta es: ¿tenemos un gobierno capaz de hacerlo sin sacrificar la justicia ni hipotecar el futuro?