Por Ubaldo Manuel Díaz.
La limusina conducida por un hombre vestido de frac y corbata hizo su aparición por la puerta principal, en su parte delantera dos pequeñas banderas ondeaban por el viento parecidas a las que utilizan las caravanas de jefes de estado, el coche reduce la velocidad y lentamente se parquea, allí lo esperan dos hombres enfundados en trajes de fatiga color beige a quienes se les ve transpirar constantemente, hace calor, el sol está puesto en los más alto del firmamento, habituados a su oficio abren rápidamente la cajuela la cual deja ver un reluciente féretro aplastado por montones de flores, el olor entremezclado entre formol y flor se toma el ambiente. Lo conducen sobre una camilla metálica que chirrea al andar; con indiferencia, pero con respeto lo depositan al fondo de lo que parece ser una pequeña ermita, seguidamente se escuchan las notas solemnes de un canto gregoriano entonado por varias mujeres jóvenes, regias, uniformadas como colegialas de convento, el coro canta en tono llano una y otra vez un versículo de la biblia: “aunque camine por el valle de la muerte nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y cayado me sosiegan”. Al fondo, es recibido por un hombre entrado en años, de sienes plateadas quien permanece enfundado en una ajustada sotana negra la cual deja ver un descansado vientre materno; este último hace un gesto reverencial acompañado de un monaguillo de cabeza plana y cabellos lustrosos quien lo sigue con las manos entrelazadas sobre el pecho en señal de piedad y devoción. El hombre rocía con un hisopo el reluciente sarcófago recitando responsos y versos en latín. Presidiendo la liturgia continua su emotiva prédica exhortando a los presentes a estar vigilantes y preparados para cuando sean llamados a rendir cuentas ante el supremo juez; el monaguillo con un grupo de personas escucha en silencio la amonestación. Todos reflejan caras de aflicción menos una joven mujer de cabellos incendiados al parecer aprendiz de “youtuber” quien ha irrumpido en la escena con un pequeño dispositivo electrónico trasmitiendo “on line” para dar fe a los que la veían que los que permanecían ahí no estaban muertos. De ahí sale feliz, con cara de satisfacción como si hubiese experimentado un pequeño orgasmo, sus miríadas de seguidores también disfrutarían hasta el paroxismo el haber presenciado “on line” la historia según ella, del muerto desconocido. Después de la corta liturgia un grupo de mujeres con velos negros sobre sus rostros y que han permanecido en la distancia, se abren paso acercándose con respetuosa devoción al reluciente ataúd, se quedan en silencio un momento, una de ellas abre la pequeña tapa de cristal y por unos segundos contempla el rostro inerte de lo que parece ser un hombre el cual deja ver que fue vestido esmeradamente y maquillado de manera rigurosa. La mujer solloza quedadamente y luego prorrumpe en gritos y alaridos dando rápidos y tenues puñetazos sobre el sarcófago; un hombre que ha permanecido a su lado la abraza y la saca del lugar. En la distancia otro hombre que ha estado en silencio y ha contemplado la escena, y a juzgar por su atuendo es el jardinero dice sin ruborizarse: “era mala hija”, y acto seguido continúa podando con indiferencia algunos árboles de una pequeña floresta que sombrea la línea infinita de tumbas ordenadas rectangularmente. Algunos carros y buses que han acompañado la luctuosa comitiva por calles y avenidas se han parqueado en los estacionamientos, de estos han descendido varios grupos de personas, algunos vestidos para la ocasión, otras a juzgar por sus vestimentas eligieron lo primero que encontraron; varios se han quedado en la distancia, en silencio, otros charlan animadamente y algunos caminan entre las tumbas como en la película protagonizada por Liam Neeson.
Varias personas que se han quedado al lado del sepulcro siguen depositando flores, el día está agonizando. La mujer de los alaridos ha abandonado el camposanto apoyando su cabeza sobre el hombro de alguien que la introduce delicadamente dentro de un carro que arranca y se pierde en la distancia. El hortelano ha terminado de podar la pequeña floresta y ahora descansa sentado sobre un pretil; por detrás se le acerca una mujer que lo ha escuchado hablar horas antes, excitada tal vez por la curiosidad le pregunta: – ¿por qué dice que es mala hija la mujer que lloraba y gritaba sobre el ataúd?
-Que por qué- le responde este último sin mirarla. “He estado aquí gran parte mi vida y he visto muchos videos y películas como esas”, y paso seguido enciende un cigarrillo el cual el humo le hace entornar un ojo. – “Conozco mucho la condición humana”, mientras raspa pausadamente sus herramientas algunas untadas de barro con una hoja afilada de lo que parece fue un cuchillo, y mira a la mujer por primera vez. – ¿“y usted si es buena hija, es buena persona”? esta se sorprende ante la inesperada pregunta y responde presurosamente: – ¡si claro, soy buena hija! -. El jardinero suspira hondamente levantando sus herramientas. La mujer ante el embarazoso momento le lanza otra pregunta de manera ingenua.
– ¿y no le da miedo estar aquí todo el día con los muertos? El hortelano que ha dejado de fumar la mira por segunda vez mostrándole una sonrisa convertida en mueca la cual deja ver su dentadura manchada por la nicotina. Se levanta y mira fijamente el infinito y de espaldas a la mujer murmura: – ¡no, no le tengo miedo a los muertos, ellos me cuidan, a los vivos si les tengo mucho miedo! y acto seguido de manera teatral como en una puesta en escena, sin que la mujer se lo pidiese expone su teoría sobre las almas que están en el purgatorio, de sus palabras que salían como ráfagas definió sin saberlo por varios minutos lo que escribió Dante en su tercer canto de la divina comedia. La mujer sentada sobre un pequeño muro seguía escuchando en silencio su perorata, una abeja que ha estado posada sobre un basurero de flores, levanta vuelo y desorientada ante el perfume barato de la mujer la rodea de un lado a otro, esta agita desesperadamente sus brazos tratando de alejarla. El insecto sigue acosando. – ¡Déjela, ella no hace nada!, le dice el hombre, mientras mira el basurero con algunos ramos ya marchitos. Interroga a la mujer que se ha levantado de donde estaba: ¿sabe cuánto dinero hay desperdiciado ahí?, esta última que se ha quitado el insecto de encima responde: – ¡ni idea! -. “Yo tampoco” responde este último y enciende lo que parece ser su último cigarrillo dejando escapar de su boca varios aros de humo que se elevan y desaparecen en el firmamento. Está anocheciendo, los tres salen por rumbos distintos, la abeja que ha levantado vuelo y se pierde en el infinito, el hombre que sube por una improvisada escalera a guardar sus herramientas en un viejo desván y la mujer que se pierde en la distancia bajo las primeras luces lechosas que se han encendido dejando ver las resplandecientes y uniformes cruces pintadas de blanco que decoran los mausoleos de la última morada de los vivos.
*Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB años 2018 – 2019. Especialización en intervención comunitaria.
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