Por Ubaldo Manuel Díaz. *

Le decían nalgas panchas, lo conocí por medio de mi hermano que un día cualquiera me invitó a que lo acompañara a un edificio colonial ubicado en el centro de la ciudad, de los últimos del siglo pasado que habían sobrevivido a la locura de la nueva arquitectura. Ese día mi hermano tenía cita previa con el mencionado personaje. Cuando llegamos salió a nuestro encuentro y nos saludó de manera efusiva como a viejos conocidos, me extrañó su saludo porque ese hombre no aparecía en las pocas amistades que le conocí a mi hermano quien fue hombre medianamente culto, de pocas palabras y amigos. De entrada, me incomodó su afectuosidad. En esa época yo había llegado de vacaciones a mi casa e hice el deber de escoltarlo a la entrevista con “panchas” como le decía el séquito de mujeres chismosas que lo rodeaban. Con ademanes sibaritas y caminadito de travesti nos hizo seguir a una antesala refrigerada de paredes desnudas pintada de un color triste. Luego se sentó sobre un mullido y giratorio sofá, a su lado en otro escritorio estaba una regordeta mujer con un ridículo gorro navideño sobre su cabeza absorta mirando la pantalla de un ordenador. Se me había olvidado que era navidad. Panchas comenzó a preguntar e indagar sobre nuestra familia, me sentí a un más incómodo; parado a su lado derecho permanecía como efigie un hombre silencioso de mirada gélida a quien apodaban el “sacristán”. Este sujeto según me contó mi hermano pertenecía al extinto DAS, la agencia de inteligencia del estado que años después desbordó en madriguera de delincuentes. El tal sacristán o monaguillo como le apodaban, supe años después que era un matón que en el día hacía las veces de inofensivo oficinista y por las noches luego de cometer sus fechorías se refugiaba en una brigada de la ciudad. Por razones que aun desconozco, mi hermano desde muy joven quería pertenecer a esa agencia de espías, dos veces había perdido la votación en el seno de la familia, ya que ninguno excepto mi madre lo apoyábamos en esa aventura que quería emprender. Mi madre, mujer citadina y de armas tomar fue incondicional en nuestras decisiones vocacionales en lo que se refería a nuestro futuro, tanto que fue la única que creyó en mi epopeya un poco extraña para todos de enlistarme en el gremio de las sotanas. Mi padre había hecho votos para que eligiera algo relacionado con la diplomacia o la tierra por mi constante amor y sensibilidad por los temas rurales. Mi hermano había escrito sendas cartas al director de la agencia de espías de ese momento, un tipo de apellido Maza para que lo recibiera en la institución. En una de esas tardes solariegas casi que nos contrató a mi hermana y a mí para que le corrigiéramos las cartas que iban dirigida a dicho sujeto el cual residía en la fría Bogotá. Recuerdo que era una figura para una postal, mi hermana haciendo de escriba con su caligrafía de convento y mi brother en una amplia sala paseándose de un lado dictándole lo que quería que se escribiera. Al final en una pausa, mi hermana se lo quedó mirando fijamente y le dijo con dejo de melancolía: ¿y que tal que esos tipos descubran que esa no es tu letra.? Le había colocado sobre sus espaldas el bulto de sal. Cuando fuimos al correo y depositó la misiva en el buzón le prodigó la bendición para que su petición fuese escuchada, yo rezaba un credo al revés para que no sucediera. Se nos concedió el milagro, jamás le contestaron. La vida muchas veces caprichosa le mostraba con su dedo ineluctable el destino que debía elegir, y no era al lado de los detectives. Hoy que reflexiono sobre ese asunto pienso que, si hubiese sido admitido a esa aventura de espías, o habría llegado muy lejos o estaría muerto; porque lo conozco y jamás se iba prestar para cosas “torcidas”. En ese ambiente de no contestación epistolar, como último recurso lo acompañé a visitar a nalgas panchas a la truculenta entrevista de ese diciembre. Yo miraba de reojo como lo escrutaba con ojos lascivos y de concupiscencia. Mi hermano era un efebo bello y de buena estatura; había descollado casi en todos los deportes; y despertó en el entrevistador esa afición que al parecer tenía por la belleza masculina. El día que mataron a Jaime Garzón, en la casa, mis hermanas que lo divinizaban lloraron, todos lloramos esa mañana en nuestra sala común que parecía una funeraria. Cuando se supo quienes habían perpetrado tan execrable crimen, mi hermano se sintió avergonzado por lo que se supo que uno de esos hombres de esa agencia de espías a la cual quería ingresar, había servido de lazarillo y azuzador para que se cometiera semejante barbaridad.
La entrevista de ese diciembre concluyó en que el próximo encuentro fuese en el apartamento del depravado panchas. Mi hermano le prometió asistir, el tipo se despidió apresuradamente de un apretado abrazo, yo miraba en la distancia que sacristán por primera vez sonreía con esa sonrisa maligna que posee la gente mala, la mujer rechoncha del gorro navideño simulando colocar una hoja de papel sobre una impresora miró de reojo a mi hermano. Ambos salimos presurosos de ese antro. Caminamos en silencio sobre una solitaria avenida. Al final de la calle le pregunté sonriendo: ¿vas a volver?
─ no, fue su respuesta ─, “nalgas panchas, sacristán y su combo de mujeres chismosas por mí se pueden ir la mierda”. Le choqué el puño en señal de celebración porque había desistido y aniquilado para siempre la idea de ser detective, espía y otras pendejadas.


*Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018-2019- 2022.

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