A diferencia de la monumental obra de Kant, la tendencia académica en el arte de los siglos XX y XXI es la de querer convertir todo indicio de lo estético en un conocimiento gobernado por la macabra ciencia positiva. El modelo positivista se ha vuelto una enfermedad, una verdadera pandemia del espíritu occidental. Y el daño es directamente al entendimiento humano. La estética como disciplina del conocimiento no ha escapado a este contagio. Muchos trabajos sobre teoría del arte y de la pretendida ciencia estética, han caído en este abismo. Ya es muy difícil su rescate. Empecemos por abordarlos de manera tangencial, ya que un trabajo detallado llevaría volúmenes enteros.
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Para mí la experiencia de leer es un acto de niveles inexplicables. No todas las lecturas son lecturas de arte o de literaturas. Personalmente me he aventurado por diferentes sectores del pensamiento. Quizá siguiendo la pista de los clásicos. Pero un lector apenas entra al mundo del texto, así sea con una ortografía y una gramática muy básica, puede darse a entender y quizá lograr comprender lo que trata el texto.
En la Crítica del Juicio Kant se refiere a la chispa del genio, a esa llama que prende el fuego en medio de lo inesperado (Kant, Immanuel. Crítica del Juicio. Madrid: Espasa Calpe, 2007, p. 252). Homero, y con él los artistas, no pueden mostrar cómo se encuentran o surgen de su cabeza las ideas que, ricas en fantasía y llenas de pensamiento, salen a la luz. Eso sucede porque el poeta o el artista no sabe cómo brota lo que sabe.
La comprensión de un texto es una toma de conciencia del mismo, en cierta forma es la manera de cómo una narración habla contigo, te dice lo que ha estado ahí, como esperándote, con sus ritmos, sus anécdotas, sus inquietudes, sus momentos, sus crisis, sus sin sabores, en fin, el texto llega a ti de improviso, y es en ese momento cuando se va volviendo como parte de un haber espiritual, una especie de amigo que carece de fisiología y existencia biológica pero que de manera rara contiene un alma y, por lo tanto, vida, la vida que le da el escritor pero que exige la vivificación en el lector. Es esa vida del texto, del libro en la que entramos si podemos entender lo que el autor trata de decirnos; es en esa ruta existencial y vital donde podemos acceder si encontramos la clave para entrar al mundo que trata de narrarnos.
Aunque lo deseen los posmodernos, la obra de arte no se independizará jamás de la belleza. El día que lo haga, el arte dejará de ser lo que ha sido a través de miles de años y se convertirá en otro asunto, será la verdadera muerte del arte, asunto que ya pronosticó el Hegel apocalíptico en sus lecciones de 1826, pero que aún, como su fin de la historia, solo vemos sus señales. Pero en medio de una crisis posmoderna de lo artístico advertimos esperanza en nuevas opciones para ver lo bello, quizá bajo otras formas, diferentes de la ya estudiada por los especialistas en estética y en ciencias de la belleza.
El arte es no solo percepto, impresión que recae sobre el sujeto, estética sensitiva. Uno de los fundamentos del arte como obra de arte, es su objetividad. Me refiero hoy al espacio que usa la obra de arte para mostrarse, ese espacio absoluto de la estética donde se erige la obra que lleva algo bello. Tal espacio físico es real cuando nos referimos al arte, incluso si estas referencias llegan a determinar áreas abstractas como la poesía, el cuento, la novela, en fin, toda la literatura. El espacio físico que busca lo mental es crucial para entender el ideal, ya no solo del arte sino también de la belleza, como ese ente general que contiene lo artístico.
Comienzo con una frase de Van Gogh, extraída de sus Cartas a Theo, fechada en enero de 1874: “La mayoría de los hombres no encuentran nada suficientemente bello.” Al igual que el pintor, me he venido repitiendo lo mismo, ya no en forma de máxima sino en forma de pregunta; desde aquella vez que leí por primera vez las cartas a Theo, me he hecho los mismos cuestionamientos que se hizo este genio de la humanidad: Vicent Van Gogh. Empecé a leer las cartas a Theo cuando apenas cursaba el primer año de derecho en la universidad.
Ya sabemos lo que sucede cuando a una mentira se le da publicidad constante. El resultante Efecto Ilusorio de Verdad, que se identificó hace medio siglo mediante estudios adelantados por las universidades; ha tenido impactos desastrosos en la vida nacional en Colombia. Hace poco recordamos uno de esos resultados: la negativa por parte de la ciudadanía a respaldar los Acuerdos en La Habana.
Vivir muchos años – como es mi caso – tiene grandes ventajas. Pero también es fuente de dolor, porque contamos con muchas vivencias, y esa experiencia nos permite ver, con toda claridad, cómo la historia del engaño se repite una y otra vez.